viernes, 21 de marzo de 2014

La ruta

LA RUTA
Javier Domínguez

A las cinco y media y sales disparado del local. Llovizna, en Valencia eso no es algo que se pueda tomar con calma cuando se trabaja al lado de estadio de béisbol y juega el Magallanes, y Magallanes será campeón. Así que corres a la parada del ARA a esperar el autobús de Paraparal, esquivas a los buhoneros, te agrupas con la gente, tocas como siempre (y con mucho disimulo) tus bolsillos para palpar la cartera y el celular, buscas dos billetes y los pones en el bolsillo pequeño del pantalón para tenerlo disponible al momento del pago, así dejas las manos libres para sujetarte de los tubos, porque ya sabes que irás parado.
Pasan dos autobuses de Las Agüitas, pero la gente casi se sale por la puerta y no se detienen, ya hay suficiente agua en el asfalto para salpicarte, la lluvia empieza a arreciar, ciertamente, son besos fríos los de la lluvia. Así que cruzas la avenida y tomas otro autobús en sentido opuesto para quedarte debajo del puente de la Michelena y ver si puedes conseguir transporte desde ahí. Te cuelgas de la puerta y no te importa porque te quedas sólo unas cuadras más adelante. Del autobús sale una voz chillona y un acordeón que dice que no voy a llorar y no voy a sufrir, tú tampoco puedes sufrir por apenas llegar a tu casa.
Llegas a las seis al puente, cruzas de nuevo la avenida, te unes al grupo de personas y motorizados que se protegen del aguacero. Pasan pocos autobuses y van llenos de gente. Recuerdas cuando estudiabas en el Pedro Gual y te dabas el lujo de dejarlos ir a pleno mediodía porque esperabas con tu patota de amigos al bus 99, el que traía la música fina, el que tenía casettes de Yordano, Franco de Vita, Hombres G, Mecano, y estabas feliz de vivir en la ciudad rodeado de gente que no conocías formando una fiesta. En esa época no te importaba irte en la cocina, te gustaba porque te sentabas apretadito con Yaneth en el último asiento, tu florecita rockera, la que siempre iba fresca como una lechuga, y tú con aquellas de ganas de decirle: soy el picaflor que chupará toda tu miel. Cuando sonaba Yordano ponías tu cabeza en su hombro deseando hacer escándalo en sus mejillas y en el momento preciso dabas dos golpecitos en su hombro y le susurrabas: yo me quedo a velar tu descanso, princesa de mi corazón. ¿Qué habrá sido de Yaneth?
A las seis y media oscurece por completo y al menos la lluvia se redujo a una llovizna. Pero los estragos están hechos: por el medio de la avenida corre un riachuelo que le impide a los peatones cruzar la avenida, los más osados se lanzan y se llevan el agua hasta los tobillos. Los demás se resignan. A ti te duele el brazo levantado solo para detener un taxi, otras cinco personas hacen lo mismo. Entonces pasa una ruta de La Isabelica que llega a la esquina de La Espiga de Oro, es un sitio más alejado, pero por ahí también pasa un autobús que va a tu casa. Te subes con un tropel de personas, dando y recibiendo codazos que cuando los dabas a tus amigotes en la 99 era divertido, peleas por un espacio en el pasamanos. El colectivo arranca a una velocidad desmesurada, como si se lanzara por una autopista hacia el infierno, pero el frenazo súbito cien metros después y las personas que no se caen porque los cuerpos apelmazados impiden la caída, te hacen sentir habitante de La ciudad de la furia. A cada nueva arrancada violenta y frenazo te imaginas que vas sobre una flecha salvaje, y ves un destino de furia que en la cara de los pasajeros persiste, todos como leones de circo, esperando el último latigazo para brincar sobre el domador.
Atraviesas La Isabelica subiendo por la avenida principal, cruzas en la calle del liceo Nuñez, bajas por la avenida del periférico. El chofer ha puesto a Los Adolescentes. Hoy aprendí lo que es vivir sin tu querer, dicen los parlantes a un volumen obsceno, piensas que a ti también te ha tocado algo similar pero no con una mujer, sino con una ciudad que pareciera harta de sus habitantes, que se ha vuelto obesa, hipertensa, arterioesclerótica, histérica, una ciudad de pobres corazones en donde todo se incendia y se va.  
El autobús se detiene en el semáforo de la Espiga de Oro, te bajas en medio de un charco inmenso, cruzas la avenida y esperas por un autobús de la ruta 4. Empieza de nuevo a llover, en un minuto cae una cortina de agua que se une con el vapor del asfalto. Te resignas a dejarte ensopar cuando logras ver que de la bruma emerge un colectivo destartalado, con el letrero de la ruta 4. Es un Blue Bird, con las conchas de infinitas capas de pinturas cayéndose. Tranquilo, Boby, tranquilo, estás salvado. En la parte superior te parece ver al menos un nueve casi borrados por la intemperie. El colector grita losguayos-paraparal-losguayos-paraparal, saltas a la unidad y hasta puedes sentarte. El bus arranca, te das cuenta que el chofer saca un casette de un estuche y lo coloca en el reproductor. No lo podías creer, miraste hacia el fondo, viste a una mujer sentada en la cocina, te levantaste para verla mejor, cuando ya estabas a unos pasos de ella escuchaste: si estás oculta, ¿cómo sabré quien eres?, me amas a oscuras… una especie de bálsamo te invita a sentarte, miraste a la mujer en las sombras. Quizás así sea como nos ame la ciudad. No quisiste saber si era Yaneth (y tal vez descubrir lo que es el amor después del amor), no ibas a estirar tu suerte y romper el embrujo. Porque quizás no habías subido a ese colectivo, a lo mejor aún estabas en la Espiga de Oro, empapándote, escuchando el reguetón a todo volumen de los vehículos al pasar.

Entonces se apagaron las luces en ambas aceras, fuiste a la panadería de la esquina, te ubicaste en una  mesa. Dentro del local aún trabajaban con las luces de emergencia. Sacaste tu celular, te pusiste los audífonos, quisiste estirar la magia con Soda Stereo. Buscaste Signos, a la mitad de la canción se agotó la batería. Ahora sólo se escucha la alarma de unas lámparas de emergencia anunciando que están por apagarse.




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